Lectura y videojuego: ¿sinergia o competencia?

31 de octubre de 2014

cccCuando hablamos del estado actual del sector editorial y del libro (papel y digital) hay tres asuntos que siempre acaban saliendo a colación, a saber: crisis económica, piratería y competencia de las nuevas formas de ocio. Aunque empecemos hablando sobre la evolución de las cifras de venta, la tasa de devoluciones, etc., si nos damos el tiempo suficiente seguramente terminemos hablando sobre tráfico de contenidos, descargas ilegales y piratería. Si el debate trata de identificar la causa del fracaso de libro digital en España y se prolonga, la probabilidad de que acabemos cerrándolo mediante una falacia reductio ad corsariorum es de, prácticamente, 1.

Unos días atrás, el escritor Javier Pellicer hablaba en su blog sobre piratería y fijación de precios, un artículo que sí merece leerse con atención en tanto que trata de desmontar otra de las falacias que rodean el debate sobre la piratería: la del alto precio de los libros como responsable (reductio ad pecuniam). El tema es complejo, porque el precio sí incide en cuánto se piratea, pero mejor acudan a la fuente para debatirlo; a mí lo que me llamó la atención es que, una vez más, se citara a las nuevas formas de ocio como un elemento contra el que los escritores deben competir.

¿Está la atención de los lectores realmente secuestrada por estas nuevas formas de ocio? ¿Son nuevas?

Yo me lo vengo preguntando desde hace un tiempo y, por lo que he podido leer, hay quien de verdad piensa que nuestros potenciales lectores jamás encontrarán tanto entretenimiento en un libro como en las #RedesSociales o, peor todavía, como en un videojuego. Algo más se ha dicho, sí, pero no es un tema en el que se abunde demasiado: el ocio electrónico distrae a los lectores, se concluye. Si ahora sumamos a esas distracciones el asunto de la piratería, puede que obtengamos un curioso diagnóstico: el libro está en crisis debido a que el público no paga porque no quiere pero no lee porque no puede.

En mi opinión, creer que existen unas formas de ocio que nos distraen de la lectura es un razonamiento perverso, no porque se pretenda intoxicar ―opino que es algo que se dice a la ligera―, sino porque nos impide realizar un análisis profundo sobre como identificar dónde está el público del libro digital, cómo llegar a ese público y cómo relacionarnos con él.

Naturalmente lo digital nos ha traído nuevas formas de entretenimiento, pero el ocio no es un invento moderno. Si ya tienen una edad (y si no, pregunten a sus mayores) recordarán el placer que nos producía abandonar las lecturas prescriptivas de verano para, por ejemplo, pasar infinitas tardes capturando ranas a la orilla de algún rio o, mejor aún, tratando de circular en bicicleta por una acequia. A pesar de ello no consta que al iniciar un nuevo curso escolar los maestros culparan jamás a las ranas o las bicicletas de nuestra falta de aplicación. La culpa era nuestra ¡por vagos y holgazanes!

La cuestión de fondo es que las nuevas formas de ocio (digital) no son tan nuevas como muchos creen. Lo novedoso son los dispositivos, su miniaturización y su autonomía para ser más exactos, mientras que el ocio electrónico de consumo viene llamando con fuerza la atención de nuestros potenciales lectores desde 1982, año en que empezaron a comercializarse los primeros ordenadores ZX Spectrum.

Los primeros videojuegos para ese mercado de consumo generalizado eran algo bastante primario, no en cuanto concepto, sino por la forma en que se realizaban las interacciones. Debido a la reducida capacidad de cálculo de aquellas máquinas, la representación gráfica de los mundos virtuales era rudimentaria y los comandos que podíamos ejecutar para jugar eran bastante simples. Las condiciones ideales para que los desarrolladores se vieran obligados a superar aquellas limitaciones con grandes dosis de creatividad.

Entre otros muchos géneros, la década de los 80 se caracterizó por el desarrollo de lo que se conoce como aventuras conversacionales, un producto que nos narraba la acción mostrando un texto en la pantalla acompañado, no siempre, por algún tipo de gráfico o ilustración. Para avanzar era necesario teclear instrucciones que la máquina reconociera, oraciones del estilo “examina el escritorio” o “fuerza la cerradura con la cuchara”. Estos videojuegos tienen su punto de partida en la narrativa hipertextual, libros en los que al final de una página debíamos elegir entre dos o más opciones y que en España popularizó Timun-Mas con la colección Elige tu propia aventura.

Muchos años antes de que surgiera el debate sobre la lectura en pantalla y los textos adaptados a dispositivos electrónicos, ya se leía en pantallas y la obra se desarrollaba según las interacciones del lector. Fascinante ¿no?

En 1984, en el estado de Massachussets se funda Telarium Corporation, unos desarrolladores que se propusieron llevar esto de las aventuras conversacionales más allá de una sencilla historia interactiva. Las aventuras que el jugador viviera debían transcurrir en un mundo verosímil y para ello realizaron adaptaciones de obras como, Farenheit 451, de Ray Bradbury, Cita con Rama, de Arthur C. Clarke o incluso una recreación del universo de Perry Mason. Esta última aventura era un prodigio de la época, un programa que recreaba un juicio y que era capaz de reconocer un extenso vocabulario, amén de una amplia terminología jurídica que el jugador debía estudiar previamente en el manual.

De todos modos les diré que para mí “el Juego” fue Nueve príncipes en Amber (sic), basado en las dos primeras novelas de la monumental y muy recomendable serie Crónicas de Ámbar de Roger Zelazny. La fascinación con la que recibí aquel título fue debida a una mezcla entre la familiarización que el juego exigía con el vocabulario propio de la esgrima, su banda sonora y, por supuesto, la temática: acción, romance, magia, intriga política, asesinatos, fantasía… ¡todo lo que un chaval de doce años necesita saber para comprender el mundo!

El universo que aquel programa era capaz de desplegar me llevó a involucrarme de tal modo con aquella aventura que, para poder resolver alguno de los enigmas (bastante complejos en algunas ocasiones), mi padre me compró las novelas en las que se basaba: Los nueve príncipes de Ámbar y Las armas de Avalón, publicadas en España por Miraguano Ediciones. Y me las leí.

Lo que no había logrado el sistema educativo con sus lecturas obligatorias (en verano de 1987 me prescribieron Robison Crusoe y todavía no lo he leído), lo consiguió un videojuego. No que me leyera un libro o dos, sino transformarme en un lector frecuente. Los problemas con las lecturas obligatorias persistieron, si acaso me ayudaron a desarrollar técnicas de lectura en diagonal, pero a partir de entonces ya no dejé de leer ciencia ficción, terror y fantasía.

Los caminos rara vez son de una dirección y aquello que puede distraernos de la lectura también puede ser su puerta de acceso. Existen miles formas de ocio, siempre las ha habido, pero pensar que se da una competencia entre ocio y lectura carece de sentido, pues nada garantiza que de haber menos opciones de ocio se fuera a leer más.

En el siguiente artículo de esta serie, que podéis consultar aquí, vemos más ejemplos de esta puerta giratoria entre juegos, videojuegos y lectura, y veremos también que la relación entre estas actividades no es de competencia sino que se establecen sinergias que pueden ser explotadas por los autores.

 

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Autor / Autora
Graduado en Edición Digital por la UOCAutor del blog Libráctica@WifredoSevilla
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